Sofrología: “el decir placentero”

José F. Fernández Godoy

La medicina, en sus orígenes, tenía un profundo carácter mágico. En el tratamiento de las enfermedades prevalecía la palabra del hechicero o médico (chamán) en forma de ensalmos, de exorcismos, de encantamientos, de ritos mágicos,….

Con Platón se produjo un paso importante en el estudio de la acción terapéutica de la palabra. Según Laín Entralgo, a Platón se debe la iniciación de la psicoterapia verbal. Con Platón, el discurso se convierte en arte. Y así, a través de la palabra “encantadora”, “sugestiva”, del “bello discurso”, del “decir placentero”, se predispone al enfermo para aceptar confiadamente el tratamiento.

Se relata en los diálogos de Platón que, sufriendo Cármides un fuerte dolor de cabeza, Sócrates le da el siguiente remedio: “te vas a tomar una planta –le dijo–, pero también me vas a escuchar unas palabras. La planta para el cuerpo y las palabras para el alma, porque no se puede curar sólo el cuerpo dejando enferma el alma”.

Las palabras, pronunciadas de un modo especial, “el bello discurso”, creaban en el alma un particular estado de calma: el “Sophosyne”.

Precisamente del “Sophosyne” platónico se extrajo el término Sofrología, especialidad médica muy extendida en los últimos años.

La Sofrología profundiza en los efectos de la palabra sobre la conciencia del individuo. La sofrología (será expuesta de un modo amplio), enseña a manejar la palabra a nivel de planos profundos, a nivel de sentimientos.

 

En este deambular a través de los tiempo sobre la acción terapéutica de la palabra encaja el episodio que a continuación me permito relatar.

 Sucedió en el hospital maternal Virgen del Rocío de Sevilla, un hospital inmenso, en aquel entonces con 40-50 partos diarios.

Aquel día me encontraba, como siempre, sumergido en la rutina profesional: un ingreso, otro ingreso, un parto, otro parto,...

La parturienta, que me disponía a explorar, estaba, como todas, nerviosa, inquieta, preocupada. A pesar del escaso tiempo disponible, le practiqué una corta relajación sofrológica que ejerció el efecto tranquilizador buscado.

Después, volvió la rutina: la señora fue trasladada a otro departamento, y de nuevo un ingreso, mas ingresos, un parto, otro parto,...

No recuerdo el motivo de mi entrada en la sala colectiva de monitorización, probablemente a realizar una consulta a algún compañero. La parturienta que anteriormente había explorado estaba allí, junto a otras, rodeada de cables y muy preocupada por la expulsión de meconio que se le había detectado. Y, al apercibirse de mi presencia –o quizás de mi voz– me dijo una frase que jamás olvidaré: “por favor, doctor, hábleme, dígame unas palabras”.

No me pidió que la anestesiara, ni que le administrara un medicamento, ni que le diera una información,…, sólo me solicitó eso, unas palabras, sin más, palabras desnudas de significados. Me pidió, sin duda, el “bello discurso”, el “decir placentero” de Platón.

¡Cuánto tiempo transcurrido…, y al final, lo mismo!, el efecto de encantamiento, la magia de la palabra del médico, el arte de comunicar a nivel de sentimiento, que deberá perdurar para siempre en nuestra medicina.

Pero, lo que acabo de exponer en modo alguno pretende despreciar la técnica, salvadora de vidas. Sócrates administró a Cármide, junto a las palabras, una planta, que, en los tiempos actuales, sería una técnica. Las palabras para el alma y la técnica para el cuerpo. Las dos son necesarias.

 

 

 

 

 

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